Carin llevaba viajando por el campo unos tres, quizá cuatro días sin
descanso más que para comer algún bocado sencillo. Había conocido muchso
lugares interesantes que podían darle algún motivo para pintar. Muchos rollos
de foto en la mochila esperaban a ser revelados, muchas notas en su cuaderno
tanto de las cosas vistas, como de pensamientos que se le habían atravesado en
el camino.
Bifurcación aquí, bifurcación allá. El mapa no indicaba la presencia
del pueblito al que estaba llegando, cosa que le pareció insólita dado el gran
movimiento que se observaba en la plaza principal, repleta de niños.
Se sentó y su atención quedo fija en los niños que jugaban a la pelota.
Luego se entretuvo mirando a las niñas que saltaban la cuerda: “Manzanita del
Perú”. Recorrió un poco, pero el pueblo era tan pequeño que en diez minutos ya
no le quedaba nada nuevo por ver.
Entró a un aIglesia y se admiró de los detalles que había en su
interior, desde fuera era impensable un grado de detalle en la construcción tan
acabado y preciso. Los vitrales eran exquisitos, él en su calidad de pintor
supo apreciarlos. Hizo el atisbo de sacar fotos, pero los feligreses le miraban
con una cara de extrañeza. Probablemente su reacción se debía a que era
notoriamente foráneo.
Salió con lentitud, y enfrente un camino de tierra le tentaba a
seguirlo. Sin dudarlo lo hizo. El campo era más genuino mirado desde allí,
desde dentro. Progresivamente el camino se fue transformando en un sendero
sobre un cerro de increíble verdor. Caminó sin parar, absorbiendo el aire puro y
mirando de cuando en cuando hacía abajo donde se veían los poblados
pequeñísimos. El surco que demarcaba la ruta a seguir serpenteaba, subía y
bajaba súbitamente y fue así que sin previo aviso se le presentó una casa
bellísima y de estilo colonial. No parecía deshabitada, por el contrario, se
notaba claramente que alguien se había preocupado con esmero en mantener el
orden y la estructura.
De zopetón recordó la casa, la había visto en una foto ajada de su
hermano Andrés. Le había contado que allí vivía uno de los grandes poetas de la
generación de los treintas. Personalmente no leyó ninguna de sus obras, pero su
hermano le tenía como un ídolo. Sacó algunas fotos de la casa, casi de manera
imprudente e invasiva. Estaba en ello cuando una pequeña figura le dijo:
- ¿Qué hace usted aquí? Preguntó el anciano con total tranquilidad.
- Perdóneme caballero, soy pintor y esta casa y la vista son muy
inspiradoras. Quiero sacar el mayor número de fotografías a ver si puedo
pintarlas después.
- Ajá, se cree artista entonces.
- No sé si me creo o lo soy.
- Bueno, saque sus fotos y retírese pronto. Tengo algunas cosas que
hacer y le pediría que no me distrajera si es posible.
- Yo quería, me gustaría…hablar con el dueño de casa, mi hermano lo
admira mucho.
- Soy yo, Juan Di Sarrey.
- El poeta, pero Señor, es un honor para mí. Mi hermano Andrés le
adora. Mire, ¿sería Ud. tan amable de firmar este libro con algo para él?
El viejo Juan observó el libro y al ver que el autor era un Carin la
sangre le hirvió, los latidos se le aceleraron y se molestó más de lo que ya
estaba por haber invadido alguien su propiedad.
- ¿Su hermano es el autor del libro?
- Sí Señor.
- O sea ¿Ud. También es Carin?
- Alfredo Carin, para servirle.
- ¿Los dos son hijos de Anselmo Carin?
- Claro, ¿Lo conoció?
- Por supuesto. Espéreme acá que tengo algo para Usted y su hermano. No
se vaya a mover.
Alfredo se quedó en el lugar esperando con gran anhelo y con una
sonrisa de oreja a oreja, que feliz se iba a poner Andrés cuando viera la
dedicatoria en el libro, cuando viera las fotos y supiera que había conversado
con Juan Di Sarrey. Era todo espectacular. Estaba tan imbuido por sus propias
ensoñaciones y por la felicidad que le llenaba que solo al tercer toque en su
hombro se dio vuelta.
El viejo le apuntaba con una enorme escopeta de cacería de dos cañones
y lo auscultaba con un rostro frío.
- Váyase de aquí ahora mismo, no quiero saber nada de ningún Carin.
Dígale a su hermano que toda esa poesía que “heredó de su padre” es mía. Ese
infeliz merece que lo hayan matado como a un perro. Voy a contar hasta cinco,
si no has llegado a ese árbol te voy a disparar.
El viejo le hizo señas dirigidas a un nogal florecido que estaba a unos
40 o quizá más metros. Alfredo se lanzó a correr antes de que la cuenta
empezara. Cuando el viejo soltó el dos, le aventó con certera puntería el libro
de su hermano. Ni siquiera miró atrás ni hizo intentos de recogerlo, por ahora
no le contaría a nadie esta vivencia; el como había conocido a Juan Di Sarrey.
Gabrielillo chiquitillo, leí, leí y leí. Escribes requete bien amigo querido, sigue así. No te conocía esa gracia, parece que tienes más de una. Llámame la próxima semana para salir, tengo ganas de bailar.
ResponderEliminarUn beso caluroso de la Mary.