En esa etapa, pese a mi experiencia
con pacientes como ella, su caso me parecía muy particular como para,
simplemente, creer en su fingida mejoría.
Cualquiera, en mi lugar, habría
procedido a extender una receta simple y reducir las visitas, en la medida de
lo posible, al mínimo. Pero el expediente me decía que no debía de confiarme,
el historial clínico, de mi puño y letra, evidenciaba los intentos fallidos por
recompensar su perdida lucidez.
No obstante, era ostensible el
deseo de prolongar la relación conmigo, su terapeuta. Debí haber pedido
consejo, mirándolo en retrospectiva, era la mejor estrategia a la que podría
recurrir. Obvié datos, simplifiqué la sintomatología.