La 2cv se había ganado en el
barrio el apodo de “La Tetera Amarilla”, por su llamativo color pato y por que
siempre tenía vapor brotando desde algún sitio, por más composturas que
recibiera.
Yo no la quería, me avergonzaba
en demasía tener que salir en ese trasto, pero andar a pie siempre sería peor.
La verdad es que trataba de evitarla a toda costa, salía a pie con la excusa de
que quería fumar un cigarillo, bajar la comida, reflexionar y otro montón de
ingeniosos embustes.
Cuando llovía era imposible salir
de casa sin La Tetera, el agua, el viento y el barro eran los peores enemigos
que un estudiante de mi edad quisiera enfrentar y, aunque alguna vez lo hice,
parecían determinados a mostrar al ser humano su nimiedad en ese gigante bosque
verde que era la sureña ciudad en que vivíamos.
Iba peleando con la segunda
cuando la vi allí, guarecida bajo un pequeño alero provisto por un poste de luz
y uno de los carteles de ventas de terreno que el temporal había volteado. Me
hizo señas de que me detuviese, cosa que hice tan pronto las condiciones de la
ruta permitieron.
La Tetera se había portado especialmente
bien ese día, pero temía que el motor muriera, como era costumbre.
Afortunadamente subió muy rápido,
con el largo cabello mojado y estilando. Saludó, me dijo hacia donde iba, me contó
que era una recién llegada y, para ser fiel a la realidad, no paró de hablar.
Recuerdo con especial detalle que
dijo: - Me gustan estos autos, simples y funcionales. Nada ostentosos como los
de los burgueses de la capital. Tiene un color precioso, me encanta. ¿Cuándo me
invitas a dar una vuelta de nuevo?
Y así, La Tetera, me hizo conocer
a tu madre.