Estaba en medio de un teatro, uno pequeño y dejado de la mano de Dios,
sentado en una butaca dura mirándola tocar. Tenues luces iluminaban su cuerpo,
mitad mujer, mitad bestia. Su cara era la de una muñeca de loza, tersa y suave;
blanca como una nube de algodón. Los gestos infantiles e inocentes.
Las extremidades tenían escamas como de reptil anfibio, picudas,
punzantes escamas en brazos y piernas.
Era un mezcla extraña que me producía mucha ternura y tranquilidad, por
un lado, pero un terror indescriptible por otro.
Y estaba yo allí mirándola tocar, sin conocerla, sin saber su nombre y
sobretodo sin tener idea de porque razón estaba en tal sitio.
No crean que me equivoco al decir mirarla tocar, la verdad es que su
violoncello no emitió nota alguna durante todo el segundo movimiento del
concierto.
Estaba desconcertada ante su bloqueo, me miraba insistentemente como
queriéndome dar una explicación de su olvido repentino. Pero yo creía no
conocerla, o al menos el sueño me despertaba tal sensación. Siempre me han
provocado tristeza y un poco de vergüenza ajena los músicos que no se atreven a
tocar o se hacen de rogar cuando se los piden, la música solo puede ser bien
cultivada cuando se tiene el carácter y el pundonor para superarse a sí mismo y
al público.
Su cello jamás emitió sonido en
mi sueño.
Era un instrumento de una factura mediocre, mal cuidado y con
restauraciones a la distancia visibles. Rojizo era el barniz, que demostraba
haber tenido épocas mejores. Sin duda un ejemplar que recibió un pésimo trato.
De todos modos algo tenía su asimetría, algo había en ese encordado objeto que
provocaba cierto atractivo.
Pasaban los minutos, pasaban las horas y el piano seguía sonando solo.
El cello jamás se incorporó y quedé solamente yo en la sala mirando, analizando
para tratar de entender que era lo que mi alrededor sucedía. No obstante, no
logré entender mucho.
Luego de eso 3 ratones subieron al escenario, vestidos a la usanza
victoriana, con una pizarra en mano cada uno. Allí llevaban escrita la
calificación, los tres le pusieron un 5,8. Sentí mayor incomodidad al ver que
había recibido esa nota cuando su preparación a toda vista era mucho menor que
lo mínimo aceptable.
No lo celebró, no se lamentó por ello. No emitió sonido alguno ni
ademán de satisfacción o descontento.
Acabó ese martirio que sufrí yo más que la ejecutante. Me relajé de ese
nerviosismo leve que uno vivencia cuando sabe que alguien está pasando un mal
rato. Se me acercó a agradecerme por acompañarla como público. Había perdido
las escamas y su piel era más blanca que antes, la sonrisa era otra. Más
robótica y lejana, mecánica y esbozada casi por obligación. Pensé que la
reconocía, creí reconocer gestos y forma de hablar de alguien pretérimente
cercano y querido; pero definitivamente era una completa extraña.
Dijo solo algunas palabras: Quiéreme por mi música. Luego desperté.