El muy idiota lo sabía, sabía que
teníamos que grabar y que arrendar el estudio era carísimo. Habíamos estado
ensayando un mes, quizá un poco más, y el muy imbécil se durmió. Se durmió
sentado. Ni media hora de grabar y parecía muerto.
Con la guitarra entre los brazos,
no sé la Firebird lo sujetaba a él o vice-versa. Allí sobre el taburete con la
cabeza doblada hacia atrás.
Tuve que hacer el doble de
trabajo, grabar sus rítmicas y luego poner mis solos encima. Un poco tocando de
memoria, muy distinto a como siempre lo habíamos hecho: en directo. El productor
estaba hecho una furia, incluso quiso darle un boquete. Pude impedirlo, aunque
el muy tarado bien se lo merecía. El proceso tomó mucho tiempo, demasiado.
Fue la primera vez que sentí que
nuestro esquema podía cambiar, que podríamos hacer las cosas de modo diferentes,
incluir a músicos de sesión y hacer varias tomas.
Terminamos exhaustos y jamás
despertó, por esos días solo pensaba en drogarse, no dormía bien, tenía amoríos
con cualquier ser vivo que se le cruzara y, desperdiciando su gigante talento, no quería tocar guitarra. Era un estorbo.
Nuestra relación dio un giro, comencé
a amarle y odiarle en igual medida. Ya no lo veía como el inalcanzable de otros
días, me comprobé a mí mismo que podía hacerme cargo de un disco al igual que él.
Apagamos las luces, empacamos
todo, sacamos los instrumentos y seguía en estado comatoso. Nadie se acercó a
despertarle, estábamos enfadados. Lo dejamos allí durmiendo.
Nunca hablamos acerca de que
sintió al volver en sí solo, a oscuras, sin saber que había pasado con
nosotros. Jugó a hacerse el orgulloso en vez de pedir ayuda, maldito terco.
Algunos de los muchachos dejaron
de hablarle por un tiempo. Otros nunca más le dirigieron palabra, salvo que
fuera asunto de vida o muerte.
Menudo imbécil.