viernes, 26 de octubre de 2018

Firebird





El muy idiota lo sabía, sabía que teníamos que grabar y que arrendar el estudio era carísimo. Habíamos estado ensayando un mes, quizá un poco más, y el muy imbécil se durmió. Se durmió sentado. Ni media hora de grabar y parecía muerto.
Con la guitarra entre los brazos, no sé la Firebird lo sujetaba a él o vice-versa. Allí sobre el taburete con la cabeza doblada hacia atrás.
Tuve que hacer el doble de trabajo, grabar sus rítmicas y luego poner mis solos encima. Un poco tocando de memoria, muy distinto a como siempre lo habíamos hecho: en directo. El productor estaba hecho una furia, incluso quiso darle un boquete. Pude impedirlo, aunque el muy tarado bien se lo merecía. El proceso tomó mucho tiempo, demasiado.
Fue la primera vez que sentí que nuestro esquema podía cambiar, que podríamos hacer las cosas de modo diferentes, incluir a músicos de sesión y hacer varias tomas.
Terminamos exhaustos y jamás despertó, por esos días solo pensaba en drogarse, no dormía bien, tenía amoríos con cualquier ser vivo que se le cruzara y, desperdiciando su gigante talento, no quería tocar guitarra. Era un estorbo.
Nuestra relación dio un giro, comencé a amarle y odiarle en igual medida. Ya no lo veía como el inalcanzable de otros días, me comprobé a mí mismo que podía hacerme cargo de un disco al igual que él.
Apagamos las luces, empacamos todo, sacamos los instrumentos y seguía en estado comatoso. Nadie se acercó a despertarle, estábamos enfadados. Lo dejamos allí durmiendo.
Nunca hablamos acerca de que sintió al volver en sí solo, a oscuras, sin saber que había pasado con nosotros. Jugó a hacerse el orgulloso en vez de pedir ayuda, maldito terco.
Algunos de los muchachos dejaron de hablarle por un tiempo. Otros nunca más le dirigieron palabra, salvo que fuera asunto de vida o muerte.
Menudo imbécil.

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