miércoles, 14 de noviembre de 2012

Toque de queda


Era vez primera que un gobierno de ese tipo asumía y todos los que habíamos salido a la calle para brindarle nuestro apoyo estábamos llenos de orgullo. Recuerdo el discurso en la Plaza Principal al dar inicio al período de gobierno, tan esperanzador y bien construido que más de alguien dejó caer alguna lágrima. La marraqueta y el café del desayuno al otro día fueron lo más sabroso que probé en mi vida.
Menos de un año después todo había cambiado. Salieron armados a detener a todo mundo que pensara distinto a ellos. Presidente y Secretarios de Estado fueron acribillados. Él primero dando de comer a un grupo de pobres y el resto haciendo obras de caridad de diversa índole, haciendo vida en familia, hipnotizados de tanto buen sentimiento. No dejaron a ninguno y la intención era sembrar el pánico. La gente era acribillada en los poblados rurales o en estadios y lugares que poco a poco fueron transformados en campos de concentración. 
Ante las noticias emitidas por televisión con un marcado toque arbitrario, y con una deformación total de valores, decidí que lo mejor era esconder lo que me hacía ser yo.
Primero me extirpé el corazón y lo deposité en un agujero que hice en mi patio trasero durante las noches. La profundidad era tal que nadie podría encontrarlo, mucho menos saber que algún día existió.
En un librero al que hice un doble fondo guardé envuelto en miles de bolsas plásticas biodegradables todos los te amo. En cuanto los saqué de mí, sentí como se esfumaban otras muchas cosas que habían sido importantes tiempo atrás.
Quemé varias de mis virtudes con parafina, la lealtad fue la que más resistencia opuso y la que más combustible consumió.
La tolerancia requirió un par de martillazos, antes de ser destruida por completo. Mis nociones del respeto se las entregué a un amigo que logró hacerlas salir del país con éxito, pero jamás las pude volver a ver. 
Lancé desde el último piso de un edificio mi empatía, dejó herida a una señora que hacía fila para comprar el pan.
Mi ética y mi moral se perdieron en algún lugar desconocido y no sé su paradero exacto. La extroversión, una cualidad que me definía en grado sumo, la fui a dejar al campo en un canal adyacente a un sembrado de tomates. 
Y así, fui dejando toda la evidencia con que pudieran inculparme y de paso dejé de ser yo mismo. Todo fuera por mantenerme en pie y tratar, a futuro, de recomponerme. 
La Fuerza Armada de cuando en cuando hacía sus rondas, pero cada vez que venían a casa veían a uno de los suyos. No les parecía raro para nada ni tampoco una amenaza a la sociedad. Muchos de mis colegas fueron acribillados ante mí y no sentí emoción alguna más que la indiferencia, no hubo piedad ni luto.
Ahora que veo los incidentes con la distancia de los años se me hace complicado recordar como era antes de estos sucesos, pero si escucho claramente las metrallas lanzando sus ataques abusivos, el sonido de las granadas atacando a discreción, el avance de los tanques apuntando por las calles. Hay un punto de no retorno.

1 comentario:

  1. Gabriel, este escrito es genial. ¿Me lo prestas para la revista? Tengo una propuesta que hacerte, para que nos puedas compartir tus escritos.
    Un abrazo cordial.

    Pedro.

    ResponderEliminar