Marta hasta entonces había vivido holgadamente en un hermoso castillo
medieval de dimensiones colosales. Podía pasearse por allí en la mayor
tranquilidad sabiéndose protegida y segura. El foso que rodeaba la construcción
era confiable en grado sumo y diseñado con gran astucia, era practicamente
infranqueable. Le encantaba esa soledad, aunque a veces recibía visitas
inesperadas y, por protocolo, debía hacerles el merecido espacio que los
contetulios ameritan.
Un número no menor iba hasta allí con gran respeto para recibir
entrenamiento. Algunos, los más invasivos y detestables, iban en forma soberbia
e irrepetuosa a exigir que le enseñaran de inmediato, dejando toda humanidad y
fraternidad entre colegas de lado.
Esos duraban poco, o bien se largaban por las suyas en vista de que el
entrenamiento requería disciplina o hacían algún acto deshonroso que les
quitaba su calidad de samurai; o en el peor de los casos, eran asesinados por el maestro de Marta.
Su maestro vivía aún por allí, casi como un espectro viviente que de
vez en cuando aparecía. Las ocasiones en que se le veía con mayor frecuencia
era cuando llegaban nuevos alumnos. Algunos eran de su atractivo y los tomaba
sin pedirle opinión a Marta, habilidosos los menos, descarados e irrespetuosos
la mayoría.
Ella dejaba todo al criterio del maestro, aunque su intuición rara vez
fallaba. El maestro ya no era el mismo que la había entrenado a ella, taciturno,
egoísta y excesivamente frío. No era tan humano, pero ella lo protegía por
cariño, lealtad y ese código que jamás se debe romper.
Le habían dicho que estaba preparada para irse de hace mucho tiempo, pero algo le decía que no era bueno
hacerlo precisamente ahora.
Aprovechaba el tiempo, entrenaba, meditaba, miraba a su alrededor para
comprender mejor algunas cosas.
Al pasar unas semanas escuchó ruidos en el patio de simulación, el maestro
enseñaba a un joven de túnica amarilla los pasos básicos. No había elegancia en
sus trazados ni en su postura, ella con ojo experto, sabía que ese sujeto
estaba allí sin ver el arte del Bushido, sin respetarlo. Con una mirada
arrogante la saludó, Marta respondió con una reverencia. No hizo el saludo
habitual que se rinde a un Senpai, no dijo su nombre ni nada por el estilo.
Marta dio la media vuelta y se fue a la biblioteca a practicar
caligrafía, eso la hacía relajarse mucho y además mantener el equilibrio entre
efectividad, fuerza y delicadeza en su muñeca.
Poco a poco entrenar se la hacía más difícil, las armas eran cambiadas
de lugar intencionalmente y muchas veces ocultadas a fin de que no las pudiera
usar. El nivel de ruido era demasiado, las interferencias muchas, no había
cariño al enfrentarse al arte de la espada. Ante sus ojos dejó pasar muchas
cosas sin chistar, las decisiones las debía tomar el maestro y no ella. Pero
era innegable que un importante número de normas se habían trastocado.
Unos meses después llegaron más alumnos, irreverentes, atrevidos y
altivos en grado sumo. Tomaron las mejores armas sin haber mostrado alguna
cualidad por merecerlas, la desafiaron a duelos a muerte y ella, sin poder
rehusar, hizo rodar más de una cabeza. Para los jóvenes esto no podía ser, la
miraban como débil por la distancia que mantenía y por ser más sensible. A
medida que pasó el tiempo era evidente que cualquier cosa que ella hiciera era
una excusa para retarla a combatir.
Lo evitó muchas veces, más que nada por que no le gustaba sacarle filo
a Midori muy seguido ni tampoco pelear con oponentes furiosos y de poca
sensatez. Eso no era desafío para ella.
Tomó sus cosas sin que nadie la viera y, con un gran dolor en el alma,
se fue a vivir a la pequeña despensa que había en cercanías del castillo. Nadie
notó su ausencia ni la fueron a buscar, nadie gritó su nombre para llamarla. Todo
continuaba dentro del castillo, aunque fuera de toda paz.
Pero siguió entrenando, aún cuando no tenía los libros al alcance, aún
cuando el espacio era reducido, aún cuando al pasear cerca del castillo la
emboscaran en grupo con el solo objetivo de intentar asesinarla.
Un día en sus rondas vespertinas se asomó a las cercanías del castillo
con gran cautela, escuchó ruidos raros que llamaron su atención. Habían tomado
la biblioteca, la sala de relajación, la cocina, el centro de
meditación, las plataformas de entrenamiento y los patios de simulación. Se habían parapetado en la sala
de música y quedaba poco por hacer, al verla el maestro la recordó.
Marta se unió a él, para defender el castillo, pero eran demasiados.
Lucharon muchas horas, vencieron a varios enemigos. La turba inconsciente de
espadachines baratos quería llevar a uno de un lado de la sala y separarlos;
divide y vencerás.
Logró acabar con todos los que había en la biblioteca, cercenó a más
de alguno en la cocina. En la plataforma de entrenamiento, que conocía como la
palma de su mano, el grupo de cadáveres era inmenso. Ya algo agotada, cerró una
de las puertas que daba hacia fuera. Con eso había perdido donde entrenar. -No
importa- se dijo – Esa puerta ya no conduce a ningún lado donde sea posible
entrenar-
Fue por el maestro y la cercaron, diez más cayeron. Recibió una herida
traicionera muy cerca del corazón, pero que fue superficial. Tomó la medida de
cerrar la puerta de la cocina y lanzar a Midori contra un candelabro. El cuarto
se quemó en seguida, había perdido a su compañera de batalla, su katana más
querida. Se dijo – No importa, cuando llegué aquí, fue sin ella -.
Se armó con otra más pesada, menos vistosa y noble en su construcción y
siguió la lucha. Solo quedaba la biblioteca y el salón de estar. Ella estaba en
la primera, el maestro en el segundo.
Ya no podía resistir más embates si que cerró la puerta que unía ambos
espacios. Acabó con los pseudo samurais en un santiamén, aunque fue difícil
preveer ataques fuera del código. La técnica de ellos era muy sucia, lo que le
importaba era destruir más que aprender o dominar los movimientos como es
debido. Era triste, pero el Bushido ya había caido bajo. Ninguno tenía ningún tipo de tatuaje. Miró su mano derecha y vio la estrella verde de 5 puntas y vinieron a la memoria todas las cosas por las que tuvo que pasar para merecerla.
Luego de pensar un rato y de bajar un poco su agitación recordó su
herida. No era tan superficial como creía y, a pesar de que era muy resistente
al dolor, la sentía punzante aún. Se calmó, tomó un segundo aire y miró hacia la
puerta del salón de estar.
No quiso abrir, estaba defendiéndose de alumnos que no eran suyos en un
templo de donde la habían expulsado hacía mucho tiempo. En ese mismo lugar la
habían castigado por infracciones mucho menores que las de alumnos nuevos, le
habían dicho que la disciplina, la entrega y la calidad en el trabajo eran lo
más importante y el origen del problema, justamente, era que esto ya no era para nada importante.
Miró la chimenea y salió por allí con rumbo a la pequeña despensa, se
quedó allí sentada.
Cerró los ojos y meditó, cuando llegó a entrenar no era nadie en realidad; solo una alumna tímida y con ganas de aprender. Hoy era mucho más que eso y no era su obligación ayudar a un individuo que no se ayudaba ni a sí mismo. Seguiría siendo su maestro, pero ya no su padre adoptivo ni su hermano. Era por decisión propia de él, solamente quien le había enseñado el arte y le honraría haciéndolo siempre bien. Quizá no lo viera nunca más, eso lo decidiría el destino.
Cerró los ojos y meditó, cuando llegó a entrenar no era nadie en realidad; solo una alumna tímida y con ganas de aprender. Hoy era mucho más que eso y no era su obligación ayudar a un individuo que no se ayudaba ni a sí mismo. Seguiría siendo su maestro, pero ya no su padre adoptivo ni su hermano. Era por decisión propia de él, solamente quien le había enseñado el arte y le honraría haciéndolo siempre bien. Quizá no lo viera nunca más, eso lo decidiría el destino.
Cansada clavó la pesada katana en el piso, cerró los ojos y meditó.
Pueden haberle faltado el respeto a un sitio sagrado, pueden haber cometido los
más horribles horrores dentro del templo; quizá hasta haber matado al maestro. Pero si la intentaban tocar, les mataría sin piedad.
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