Basta mojarse más de lo recomendado un día, ponerle un par de vitolas
más al sistema, cantar unos cuantos tangos de más y estás frito. El resfriado
que puntualmente ataca cuando llega el solsticio está sobre ti. Sientes como se
gesta en tu pecho y lo va llenando de desgano y te quita tu vitalidad. Nada que
hacer durante unos cuantos días, nada que hacer que implique levantarse de la
cama y hacer cualquier tipo de fuerza por pequeña que parezca.
¿Cuál es mi receta? La verdad, seguir los secretos de las abuelitas y
tomar cuanto remedio casero sea posible. O bien te curas o te arrepentirás
tanto de estar enfermo que lo pensarás muy bien antes de trasnochar en el frío.
Mientras se espera a que los remedios surtan efecto también hay
alternativas. Escribir, leer, ver películas, hacer algo de música si la paila
no está afectada, pintar dependiendo de cuan fuerte sea la afección pulmonar,
etc. Por cábala quizá, o por evitar acordarme de que ya he estado enfermo es
que voy turnando estas actividades. Decidí ver cuanta película pudiera, siempre
y cuando su fecha de filmación fluctuara entre 1960 y 1970; como no si es sin
duda la década más creativa que tuvo el siglo pasado. Si digo de la Historia no
falta el que defiende el siglo de oro de Pericles, o la masonería, o a los
egipcios y otras cuantas cosas más. Dejémoslo así y punto.
Una a una, en distintos idiomas, con los subtítulos escritos en los
menos sospechados idiomas o bien sin ninguno incluido, a colores, en B/N, con
poco o mucho presupuesto, asiáticas, europeas, norteamericanas, sudamericanas,
cortas, largas, fomes, movidas.
Me cuesta respirar, siento que mis latidos se aceleran
considerablemente. Una samurai ciega busca su venganza ante una rival de mucha
menos edad y experiencia que ella, le perdona la vida pues percibe paz y bondad
en su corazón.
Comienzo a toser y me duele mucho la cabeza. Un automóvil cruza raudo
bajo la Torre Eiffel, el conductor y una guapa copiloto se besan
apasionadamente sin mirar el camino. Mientras la cámara hace un paneo de sus
rostros el fondo se mueve de una forma bastante rara y poco creíble en todas
direcciones, llama mi atención pues el volante no ha cambiado de sitio ni un
milímetro.
La fiebre llega a mí, siento que ese termostato interno que todos
tenemos se fue por un rato al carajo. Los ojos me hierven. Un avión en el día D
ataca un campo de concentración alemán, muchos muertos, heridos casi todos.
Siete hombres se quedan atrapados en las bodegas subterráneas con que el
establecimiento cuenta ¿Posibilidades de escapar? Casi nulas.
Me bebo una botella de dos litros de agua en algo que me parece casi
dos sorbos y aún tengo sed. Estoy tiritando pero me sudan la frente y la
espalda. El cadáver de una chica colorina yace en el llano abierto de un parque
londinense. Es encontrado por dos pequeños niños que jugaban con un balón,
sorprendidos van en busca de su madre quien antes de avisar a las autoridades
como es debido lanza al aire un grito desgarrador. La mueca de espanto que su
rostro esboza contribuye a hacer más estremecedora la escena.
Mientras respiro mi pecho suena, los pulmones hacen algo así como un
quejido atresillado. No siento las manos. Cientos de pájaros esperan en el
patio de un colegio al más mínimo movimiento que hagan los niños que se
encuentran en clase. Ellos, sin saber de que estos ahora violentos monstruos
voladores les acechan, cantan una melodía que provoca gran tensión y miedo en
el espectador a fuerza de ser tan repetida.
Y así, se van mezclando y finalmente hay samurais navegando en botes
vikingos, tanques pilotados por candidatos a la presidencia, katanas manejadas
por músicos que hacen jazz, ovejas que explotan en el aire, bellos ramos de
rosas rojas que cortan cabezas y otras múltiples escenas que surgen cuando
entre un capítulo y otro me quedo dormido. No he entendido del todo bien
ninguno de los guiones, he pasado la vista por horas de celuloide y creo que
tendré que volver a hacerlo de nuevo.
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