viernes, 4 de septiembre de 2015

Napatlcoln

Todo empezó cuando en la aldea vecina quisieron honrar a Napatlcoln sacrificando un cerdo en su nombre.
Con todo su poder, de seguro se la tomaría con nosotros si no hacíamos algo. Matamos los tres mejores cerdos que teníamos y además hicimos un ritual pensado especialmente para satisfacerlo.
Solo días después ellos quemaban la mitad de sus cosechas de maíz. No podíamos quedarnos atrás, de modo que incendiamos casi la totalidad de nuestros campos, dejando a nuestro haber solo lo necesario para alimentarnos durante el invierno.
Un par de semanas más tarde, nuevamente en la tribu vecina estaban haciendo otro homenaje. Esta vez las víctimas fueron diez vacas. No podíamos quedarnos atrás y tomamos veinte de nuestras mejores lecheras y las quemamos al instante, como muestra de respeto y desapego a los bienes materiales. De más está decir que ellos como respuesta quemaron treinta, obligándonos a hacer lo mismo con cuarenta.
Mientras todo esto pasaba la lluvia se hizo presente, furiosamente los aluviones y el viento arrasaban nuestras construcciones de barro y paja. A punta de machete botamos las cañas de bambú a nuestro alrededor y confeccionamos instrumentos para rendirle culto a Napatlcoln. El viento, perdido, hacía sonar las más bellas melodías cuando era cortado por los cilindros de madera.
En la aldea vecina hicieron un sistema similar, pero metálico. Su sonido era atronador y recorría mayores distancias que el nuestro.
Cuando la lluvia cesó, erigimos una hermosa escultura en piedra caliza. Napatlcoln vencería a su peor enemigo, el tiempo, mientras la roca permaneciera intacta y su nombre fuera recordado.
En la tribu vecina hicieron una estatua del doble de altura de la nuestra y con materiales brillantes que lucían hermosos cuando brillaba el sol.
Decidimos tomar una medida radical, sacrificaríamos a nuestras doncellas vírgenes. Fue difícil, pero lo hicimos.
Nuestro dios nos comprendería, estábamos seguros de aquéllo. Era un rito necesario para demostrar respeto, temor y respeto al gran Napatlcoln.
En la aldea vecina nada hicieron. No hubo nada días, semanas, ni meses después.
Napatlcoln de seguro aprobaba nuestro obrar, pero el de ellos podía hacer que por equivocación cirniera su ilimitado poder sobre nosotros.
Había que tomar cartas en el asunto. Preparamos un cuidadoso plan a ejecutar durante la noche, con el mayor sigilo posible.
Quemamos sus animales, sus cosechas, sus hogares, sus niños, sus mujeres, todo cuando allí había. A los hombres les obligamos a suicidarse por no haber mostrado la reverencia adecuada ante Napatlcoln. Luego de eso enterramos sus cadáveres en la ribera del río.
La tribu vecina ardió por semanas y, aún hoy, puede verse como la humareda brota desde el suelo hacia la superficie.
A veces sentimos su ausencia, en ocasiones reiteradas los extrañamos. No tenemos con quienes hacer trueques u organizar misiones de exploración o cacería. Estamos desprotegidos ante ciertos peligros que antes podíamos vencer con trabajo conjunto. Pero eso poco importa, Napatlcoln de seguro está orgulloso de nosotros y nos protegerá con su gran poder.

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