miércoles, 14 de mayo de 2014

Ante todo disciplina


Di Sarrey escribía y escribía, con la disciplina y la meditación que le caracterizaban. Su templado espíritu sabía muy bien que solo el trabajo y la dedicación total le permitirían sentirse pleno en la escritura. De todos los escritores que albergaba la gran casona que compartían colectivamente era, por lejos, el más ordenado en su espacio de trabajo y en los turnos que se tomaba para escribir.
Sabido era por el resto que cuando se ponía a sacarle sonidos a la máquina de escribir no había método eficaz de detenerlo. Imposible contar con él para las labores de cocina o de aseo de la casona. Impensable pedirle que fuera al pueblo a comprar. Eran, por unánime, pérdidas de tiempo más que otra cosa. Así lo entendían quienes le rodeaban.
Funcionaba su mente de una forma muy ajena al proceder que sus colegas tenían. Clasificaba, ordenaba, analizaba y hacía empalmes en los temas que al resto de sus compañeros de oficio les resultaban imposibles. Sabía perfectamente que palabra había puesto en cada línea de sus obras, ni hablar de que las refiriése de memoria, era un experto en tales materias. Podía narrar completa y sin equivocación una eterna historia de Carlomagno que había escrito en romancero.
Esto tenía costos, como todo en la vida; que le distanciaban de la realidad. Se sumergía en sus escritos, en su máquina de escribir y su mundo. Jamás soltó alguna palabra sobre la obra de otro poeta, pues salvo quienes vivían bajo el mismo techo que él, no conocía a ninguno. Mucho menos los leía o le interesaba hacer algo que no fuese crear por sí mismo.
Su carácter era muy fácil de llevar. Dócil en grado sumo, nunca llevó la contra a quien pensara distinto a él, nunca se le vio enojado o agresivo contra nada ni nadie.
No era apático, no le faltaba empatía. Pero sin darse cuenta se distanciaba gradualmente. Así era Juan.
Solo escribía y escribía y escribía y escribía…
Solo cumplía con su lema: “Ante todo disciplina”.

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