Tanto había escrito, para esa mujer que no estaba y que jamás volvería a
ver, que se le olvidó el contenido del pequeño cuaderno y también su existencia.
Cuando un día ordenando el escritorio encontró sus obras, dedicó un tiempo a
repasarlas. Le encantó lo que allí permanecía, pero como no sabía la
dirección exacta del lugar donde habitan los muertos no logró dilucidar con seguridad hacia donde enviar
dichas cartas. Envolvió en un sobre las que más le gustaron y anotó una
dirección al azar en en él; puesta la estampilla las envió por correo sin
esperar respuesta alguna.
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