miércoles, 28 de junio de 2017

Laurentino Hermosilla

Dicen por ahí, o en realidad quieren imponer esta idea, que al primer profesor jamás se le olvida. Eso por el cariño entrañable que nos despierta.
Recuerdo que llegué a ese colegio, con nombre de santo, muy entusiasmado por aprender y compartir con otros niños. Me he preguntado hasta el día de hoy si no habrá sido una mera monería, si no era solo el instinto de imitar a mi hermano mayor que también cursaba en dicha escuela.
Sabiendo leer y escribir era poco lo que los primeros años me aportaron, encontraba al resto de los niños lentos, aburridores y no entendía sus balbuceos.
Detestaba sus mal terminados dibujos, su incesante acecho a mi alrededor, su escasa imaginación, su esclavitud mental, su mera presencia.
Aún así, todo fue llevadero hasta que se cruzó en mi camino Laurentino Hermosilla. Con su guardapolvo blanco, con su sonrisa fingida, con su ridículo corte de pelo engominado y sus lápices de pasta bic siempre a la mano (en orden azul, negro y rojo).
Odié y sigo odiando su mentado “Sr. Huentemil”, sus aires de grandeza, esas frasecitas putrefactas que siempre empezaban :”El Sr. Huentemil sería un alumno ejemplar si no fuera por…” Nunca perdonaré que creyera tener la razón y quisiera tener la última palabra siempre; encondiéndose en el argumento de “El profesor soy yo”.
Que me bajara las notas para motivar mi instinto de superación, aún usando como guía de revisión mis pruebas me parecía una injusticia terrible.
Creo que mi irreverencia con la autoridad se la debo al execrable Laurentino.
Es cierto que al primer profesor no se le olvida, pero no por el cariño entrañable que nos despierta. A veces es, justamente, por lo contrario.


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