Rafael no sabía donde estaba. Según su reloj había recorrido una media
hora, seguramente en dirección hacia la costa. La sensación dentro del auto, a
pesar de estar vendado, fue de que iban en subida constante. El sonido del
motor del auto así también se lo sugería, nunca pasaron de segunda.
No había sido propiamente un rapto, de hecho tenía claro que pasaría en
algún momento. Misteriosas camionetas negras en cercanías de su casa. Llamados
curiosos a altas horas de la noche. Cartas sin destinatario en su puerta que
detallaban con todo tipo de pormenor los libros que estaba leyendo.
Alguno de sus maestros le advirtió de que estaba pisando un terreno
escabroso, de empinados senderos. Mas no hizo caso, le gustaba el riesgo.
Por lo que leyó en el papel, en un vistazo fugaz, le querían hacer
parte de ese grupo de trabajo y estudio del que tanto había leído; pero en
definitiva no podía comprobar nada.
La emoción que le llenaba el pecho no era clara. Rafael estaba con el
ego henchido, por fin alguien dio importancia a sus talentos y a las horas
invertidas en pulir sus conocimientos. No obstante, no quería jugar a hacerse
el valiente. Algo de angustia sentía en la profundidad de su ser. Quizá alguien
le lavara el cerebro y lo pusiera a trabajar de esclavo en una mina de carbón
en el continente negro. O peor, estaba en una condición de vulnerabilidad
absoluta, sin medio de comunicación alguno y nadie le extrañaría antes del
Lunes, que era cuando se suponía volvería a casa; en casi una semana más.
El cuartucho tenía un aroma a humedad y parecía no ser usado con
frecuencia. No había ventanas, el equipamiento solo consistía en un silla de
mimbre antiquísima y una “mesa”; en realidad una cubierta de masisa con parte
del enchape original superpuesta en unas patas de fierro.
Puso una oreja en la pared y tuvo la certeza de que en algún sitio de
la casona alguien escuchaba Lady Jane. Se quedó escuchando por un buen rato,
total de todos modos le gustaban The Rolling Stones.
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