Estaba entregado en mente y espíritu a la tarea de escribir cuando de
repente saltó a mi lado, como un duendecillo de cuento fantástico medieval.
Muy agitado me dijo:
- El emplazamiento del sujeto de los textos es el centro móvil de una
circunferencia con gran variedad de radios.
La aseveración por sí sola era tremenda, adicionalmente inesperada y
remecedora, para mí sobretodo siendo
escritor “profesional”.
Bailaba algo similar a una danza griega.
Me quité los lentes y los limpié con esmero. Sacudí la cabeza un par de
veces y acerqué la nariz al café, auscultando no haberle puesto ningún tipo de
droga. Todo estaba limpio, todo estaba en regla.
Abrí la ventana del departamento, pero el seguía allí danzando en compás
12/8.
- Todo libro es temporal, en la medida que lo datan sus referentes
culturales. Solo lecturas sucesivas le actualizan y permiten que sea durable
antes el paso incansable del tiempo.
Hizo una reverencia, inclinándose casi hasta el horizonte mismo. Se
quitó el sombrero y lo lanzó por los aires. Y cuando la gravedad le venció, este
volvió a la misma posición inicial sobre su cabeza. Dio una vuelta alrededor de
mi cenicero y se quedó quieto allí.
Mirándome a los ojos acercó sus manos junto a la boca, para amplificar
el sonido y señaló:
- No es la belleza sino, la evocación de belleza lo que hace valiosa a
ciertas obras de arte. El libro no es la excepción.
Infló el pecho con aire y continuó su baile.
Aproveché de aprenderme algunos de sus pasos, algunos no eran tan
difíciles. Me quedé esperando a que dijera algo más, pero no lo hizo. Bailaba,
bailaba y bailaba. Mirarlo ya no era entretenido.
Lo tomé de un brazo y lo lancé por la ventana.
¿Qué se cree?, ¿Pretendía
darme clases de escritura?, ¿Qué sabe él de eso?
No bailaba tan bonito y puede ser que yo lo haya escrito a él.
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