Buscar un oponente a esta altura añadía más pena y soledad que otra
cosa, ya estando más que autorizado y con el cúmulo de conocimientos que me
había transmitido el colorado después de aprender la melodía número cuarenta, ya
poco quedaba por conocer.
La gente que se me acercaba en torno al instrumento hace ya largo
tiempo que empezó a llamarme Maestro, aunque a veces pienso que no manejo ni la
mitad de todo lo que los antiguos próceres conocían en realidad. Pero, ¿quién
podría enseñarme cosas nuevas o desconocidas?
Me acerqué al río, armado con la guitarra grande para cantar por el
fundado que en mente viniese. Siendo casi las 3 de la mañana y habiendo tanto
verso por el diablo para cantar, decidí quedarme con ese fundamento y gastar
todas las melodías, postureos y entonaciones que sabía.
Los alambres tuntuneaban con mucho cuerpo, producto del eco que el río
y su lecho proveían. Me encanta tocar en esa parte del río, pues cuando está
caudaloso se escucha clarita la tónica en el aire, la nota principal que me afirma
para cantar con más gana. Una tapita de pisco y se suelta la voz y entra la
personalidad.
Algún queltehue chillaba en lontananza comos siempre sucedía cuando la
niebla estaba densa y a ras de piso, las estrellas se veían tan cerca que parecía que con
extender la mano se podrían tocar. El cielo hoy era un cristal traslúcido lleno
de mariposas perfectas que aleteaban en medio de la noche.
El mate, fiel compañero, muy cerca de la mano derecha, sobre una
pequeña roca que casi por azar fue tomando la forma de una mesa a medida que yo
iba conociendo más y más el instrumento.
El instrumento y la vida, misma que me ha ido dejando cada vez más
solo. Al rancho ya ni vienen los cantores, muertos están o ya no le encuentran
gracia a encontrarse conmigo en un duelo. Mujer nunca tuve y a ratos la casa se
siente grande, sobretodo de noche cuando llegan al alimón el frío y la oscuridad a
hacer sus estragos. Por eso me pongo a
tocar, para distraerme, para relajarme, para olvidar.
Pero ese día fue distinto, cuando ya iba en el verso número cincuenta
y algo apareció una sombra en frente de mí y me habló. En primera instancia
pensé que era el cola de flecha, pero no sentí olor a azufre ni ningún tipo de
viento, no corría norte ni tampoco hubo ningún destello de luz perceptible.
Definitivamente no era el Mandinga.
Preguntó de todo un poco que mi nombre, que cuanto tiempo hacía que yo
sabía tocar, hasta que llegó a un cuestionamiento que me dejó aletargado, ¿Vale
la pena vivir esta vida? Le respondí, le dije de todas las experiencias
hermosas que yo había tenido, de los bonitos momentos que hay, de la música, de
la poesía.
Aunque parecía entenderme, creo que muchas de las cosas que yo le iba
mencionando no las conocía, se quedó más con la emoción de mi discurso que con
el contenido en sí.
Después de un rato le serví un mate, y ahí se puso más interesante el
asunto.
Me empezó a contar que era algo así como un fantasma, lo que hay de un
alma cuando no tiene cuerpo. Pero que a diferencia de los fantasmas él nunca
había muerto, tampoco había nacido. Vagaba en espera de que le dieran la vida,
pero no sabía que tenía que hacer aún.
Le habían dicho que tenía que nacer en cercanías de mi rancho y que
tenía que contactarme, que probablemente el sería el hijo que tanto yo había
esperado tener y que pronto llegaría.
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