- Que bien, que bien… que bien.
- Llevamos caminando casi dos horas, fallé en mi cálculo.
- No importa, conversando se me ha hecho corto.
La miré y me regaló esa sonrisa llena de energía que ella tiene. Esa
transparente, inocente y perfecta sonrisa que me vuelve loco y hasta me
convence de creer en Dios.
Estoy cavilando sobre ello cuando sin darme cuenta doy un par de golpes
a la puerta, sale con cierta tardanza un caballero a quien ostensiblemente le
falla la vista.
- ¿Qué quiere?
Percibo su molestia y su agresividad de inmediato, le explico que he
sabido que es cantor popular, que me gustaría conversar con él un rato y tratar
de registrar algunas cosas para que sean accesibles a todo el mundo. Junta los
párpados y me mira con seriedad.
- ¿Quién es ella? Me pregunta.
No tengo tiempo de responder y ella se presenta y oscurece al sol con
su fulgurante sonrisa, el caballero que tan hosco había sido nos hace pasar en
el acto y con gran amabilidad nos sirve jugo de frutas.
Y se largó a hablar, a ella más que a mí. De sus inicios, de su
juventud, de sus poemas y melodías, en fin, de todo lo que con gran esfuerzo
trataba yo de recabar del recuerdo y vivencias de otros a los que en soledad
había visitado. Ella le conversa amenamente, está en realidad interesada en el
humano que hay detrás del poeta y músico.
Pasa el tiempo y saca una guitarra grande y se larga a cantar, ella le
entona los versos que le he enseñado pero se excusa de tocar.
- Este canto es de hombre y yo eso lo respeto.
- Cante Ud. algo, me dice apuntándome con la pala del instrumento.
Preparo los dedos, reconozco el mástil. Siento el tacto de las cuerdas,
arreglo la garganta y me lanzo. Un verso por historia, más específicamente del
Rey Baltasar y la interpretación de un misterioso escrito realizada por el
profeta Daniel. Escucha con respeto y al parecer mi voz le trae remiscencias
tristes.
Concluyo mi canto y hago una despedida agradeciéndole su hospitalidad,
con la intención de dejarlo descansar lo que queda de la tarde.
Se lleva las manos a los ojos y casi sollozando le dice a Yoli que ese
preciso verso cantaba su hijo, fallecido ya, y que mi forma de cantar se
asemeja mucho a la de él. Que fue hace mucho tiempo, que el río se lo llevó y a
pesar de los esfuerzos que hizo solamente encontró un cadáver y ya nada más pudo
hacer, fue un mero espectador de la escena.
Me pide el instrumento, me acerco y se lo entrego.
- Yo les voy a enseñar unas melodías que nadie más se sabe, ni el mismo
diablo, ya van a ver. Ese se llevó a mi hijo por que le gané tocando.
Y así, compartimos con él muchas horas más.
Nos retiramos del lugar con una mezcla de congoja y felicidad producto
de las cosas que nos contó y de las valiosas enseñanzas que nos regaló.
- Que pena que esté solito, apenas se la puede para mantenerse. Observa
Yoli con una vocecita triste.
- Me encantaría ayudarlo. Respondo.
- ¿Vengamos a verlo de nuevo?
- Te iba a sugerir lo mismo.
Termino de decir la frase y ella me fulmina con su sonrisa prístina que
sería la envidia de cualquier diosa griega y me da un cálido beso en la
mejilla.
Tomo su mano y rehacemos camino.
Para conversar con estos caballeros se necesitan dos cosas: talento y
una gran sonrisa que lo ilumine todo.
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