Hay algunas ocasiones en que recuerda esa primera vez. Mientras está
quemando evidencia o montando una falsa escena luego de algún asesinato, con el
fin de ocultar su paso por allí. No es de su gusto que espejos se entrometan en
su trabajo, pues ve en ellos la proyección de la niña que era, cuando se vio
obligada a jalarle al gatillo.
¿Cuántos habían sido ahora? Cinco en total, el objetivo, su esposa, el
niño, la bebé y su institutriz.
Lo hizo a sangre fría, sin dudas como esas que tuvo al apuntar al hombre
que había prometido cuidarla en ausencia de su padre. Destino o no, quien sabe,
lo cierto es que compartía la misma ocupación que ambos sujetos tuvieron.
Es distinto matar por dinero a tener que hacerlo por necesidad, estaba
cansada de los golpes, del abuso disfrazado de cariño y protección, de ser
mujer cuando no le correspondía serlo.
Recuerda el palpitar de su pequeña manito sobre la Colt Anaconda,
recuerda el peso del arma, su textura impoluta y el gélido metal. Evoca el
esfuerzo que tuvo que hacer para poder accionar mecánicamente el mortal
aparato, cuanta fuerza muscular y mental requirió esa primera vez. Rememora el
calor en el rostro y como se le apretó la respiración cuando la adrenalina la
hizo su presa.
Viene a su mente la imagen de sí misma, con pijama rosado, pantuflas de
princesa, trenzas en el pelo, la sangre cubriéndole con su manto carmín, reflejada
en el antiguo ropero del pasillo. Postal que aflora cuando se observa a sí
misma a tamaño real en uno de los muros del baño de la habitación de su víctima.
Sus ojos analizan especialmente el arma. Es la misma, pero ahora la rodea un
cuerpo diferente.
Hizo un muy buen trabajo. Solo es eso, un muy bien remunerado trabajo.
Hoy estuvo impecable, aunque un poco distraída.
Para su próxima misión usaría la cocina.
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