Un gato, otro gato, cinco gatos, diez, veinte, cien gatos. No era
simple pintar uno perfecto en todas sus características. Bocetos, esbozos,
ideas de trazos simples se iban acumulando en su papelero.
Ninguno era lo suficientemente bueno.
Había intentado con muchos modelos diferentes, inclusive había superado
esa alergia tremenda que tenía antes los felinos por sobreexponerse a ellos.
Conoció mucho de las razas, de sus características, pelajes y otras cosas.
Se enamoró del Serengeti y consiguió llevar a casa una pareja que
consiguió a muy buen precio en el mercado negro. Se encariñó mucho con ellos, y
debió adaptar su vida a un par de seres independientes y orgullosos,
misteriosos a más no poder.
Pero, ese no es el tema. En realidad convivir con ellos era mucho más
simple que llevar a cualquiera de su especie a un bastidor.
Faltaban detalles en la textura del pelaje, en la transparencia de los
ojos, en la expresión de suficiencia y seguridad. El aplomo del gato, esa
sensación proyectada de estar en otro lugar mentalmente; algo que le despertaba
a Lautaro una “otredad” en los felinos. Parecían estar presentes cuando les
usaba como modelo, y a la vez estar en un lugar muy distinto; elegido
mentalmente con la intención de nos ser objeto de inspiración para nadie
solamente por el hecho de no desearlo.
Sobran explicaciones a la hora de decir que un gato es el peor modelo
que un artista puede elegir. Su cooperación, como se puede deducir de lo
expuesto, es nula. Su capacidad para mantenerse en el
mismo lugar por un tiempo aprovechable es escasa, salvo cuando el animal
duerme.
Eso lo sabía muy bien. Lautaro, sin embargo, no daba su brazo a torcer;
habían expuesto ya sus obras en varias exposiciones, había tenido una de las
mejores agentes a nivel nacional y, según hace muy poco se había enterado,
internacional. Sus obras habían llegado a precios especulativos bastane altos
(no como los de Basquiat, por cierto) y sus ideas se iban puliendo (lo que era
muy bueno para alguien sin eduación formal en el tema, pero ese detalle no lo
divulguen en demasía).
No obstante, el gato había sido un estancamiento.
Solamente con el paso del tiempo (grande Borges!) vislumbró algo que
cambió su timón en 179 grados, ¡el meta-gato! No se puede pintar un gato que
por si solo contenga por completo la esencia de todos los felinos del mundo, pero
si se puede abordar la obra desde el imaginario y concebir uno visto, ni
pensado y que, más allá de la realidad palpable, transmita toda la intensidad
del cuadrúpedo en cuestión.
Un block de bocetos más adelante pudo dar forma y vida a aquello que
buscaba, el meta-gato parecía aullar ante su pincel.
Luego dibujó una meta-manzana, un meta-caballo, una meta-mujer y muchos
meta-objetos de cocina. Adoptó la filosofía de la meta-vida y, según me han
contado, encontró la meta-felicidad.
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