viernes, 19 de julio de 2013

Proscenios


En general, no suelo sentirme nervioso cuando hago esto, mejor dicho, percibo que se acelera un poco el corazón y que la voz se compacta; pero la mayor parte de las veces logro manejarlo con éxito.
Los focos siempre son un golpe fuerte a la concentración con sus destellos impredecibles e incalculados. Una vez que los técnicos los calibran, dejan de ser un distractor; recomiendo no usar chaleco al enfrentarse a ellos. Pueden rostizarte.
Paralelo a que te enceguezcan con sus fuegos artificiales los técnicos te demuestran su intención de dejarte sordo con chirridos aleatorios. Los armónicos se disparan hacia arriba y hacia abajo sin ningún orden establecido cuando de súbito aumentan el volumen a esas máquinas que se tragan el sonido. Creo que micrófonos les llaman.
Aún así, siempre algún pequeño detalle puede aguar la fiesta. Nada inmanejable, hay que sentarse en determinado ángulo tanto para que no haya acoples, como para no llevarse sorpresas al mirar al público y encandilarte con los focos, o quien sabe, caer del proscenio cuando tocas con demasiada gente. Son rutinas que uno maneja.
Generalmente después de eso, que es un protocolo por el que hay que pasar tantas veces como actuaciones se hacen, basta con respirar lo más lento que te permita el cuerpo y se va el agarrotamiento de los músculos. Cantas una décima de tu agrado con la excusa de hacer una última prueba de audio y te lanzas a hipnotizar al público y a ti mismo con el sisear de la grande.
Después es un trance del que no puedo explicar mucho en verdad, las palabras exigen su lugar y no eres precisamente tú quien las maneja. Hay alguien que piensa por ti, alguien que te usa como un canal poético y a través tuyo reparte la alegría a todo el público.
Me encanta ver esa reacción híbrida, mezcla de admiración, gratitud, cariño y sorpresa cuando una buena décima es recitada, cuando una buena pregunta es respondida. Estoy conciente de que muchos cantores evitan mirar al público mientras hacen lo suyo, pero a mí me gusta más el contacto cercano y cálido. 
Cuando entono una melodía es cuando más me muestro siendo yo, a mi juicio sería una lástima no compartir aquello en forma transparente. Muchos aluden a que mirar a los ojos a algún asistente puede hacer que te bloquees y bueno, debo decir que hace muy poco tiempo descubrí que era cierto.
Si tuviera que contar los escenarios en que he estado presente necesitaría bastante tiempo, pero jamás me había sucedido que todo alrededor se fuera a negro.
Cantaba mi segunda estrofa y de repente la veo en medio de todo con esa polera verde, la misma que tenía el día en que la besé por primera vez. El corazón se me agolpó y sentía como la presión en mi ojos aumentaba, que los zapatos de repente me quedaban chicos, que el instrumento se oía en lontananza, como tocado en otro cuarto.
Más de un año sin verla, meses sin hablarnos acerca de nada. Se veía hermosa igual que siempre y no puedo negarlo, la sigo queriendo y mucho. Nunca se me había caído un verso y esa fue la primera vez,  el público guardó silencio sepulcral pensando en que diría algo o que quizá lanzaría un brindis. Pero no lo hice, solamente me quedé mirándola a ella sin que me prestara la menor importancia.
Dejé el instrumento tirado, aunque sabía que lo más probable es que me mandara a la mierda (en el caso de dirigirme palabra alguna), pero tenía que agradecerle; sin ella no estaría donde hoy estoy.

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