Con el pincel en la mano, casi sin inspiración, le vio asomarse
en la ventana. Se quedó allí relajadamente, aunque algo reluctante a sus
intentos de acercarse. Acomodó el atril, desplegó los colores y le plasmó sobre
el lienzo.
Terminado el cuadro, el felino hizo un ademán con su pata,
que a Márquez le pareció una elegante manera de despedirse.
Solo quedaba esperar, pacientemente, a que el óleo se
secara.
Siempre pensó que los gatos eran criaturas maravillosas. Ese
día lo confirmó.
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