sábado, 24 de diciembre de 2011

¿Salgamos?

Había pasado un buen tiempo de que ella no se comportaba así.

-Vamos, vamos a jugar abuelo. Decía la niña mientras le tiraba insistentemente de la manga.

El anciano, impertérrito, no parecía conmovido en lo más mínimo con el entusiasmo de la niña.

- Por favor, vamos a jugar, hay mucho sol. Me encanta jugar cuando hay sol, no te lo puedes perder.

Con su experiencia y su paciencia el abuelo disfrutaba de leer un buen libro de cuentos y siempre lo acompañaba con jugo de alguna fruta hecha por él mismo. Las tardes le parecían más largas a medida que iba envejeciendo y hoy se sentía un poco desanimado.

- ¿Por qué no quieres ir a jugar afuera?- Preguntaba la niña con cara de asombro.

El hombre que había sido, ahora se cansaba con facilidad. Había perdido la fuerza y el arrojo que de joven tenía, y es que algunas experiencias que pasan dentro de la mente  también se expresan en el cuerpo. 
Introspectivamente recordaba esas tardes en el patio de la casa de su bisabuela, comiendo ciruelas, haciendo un pic-nic bajo un sauce. O quizá jugando fútbol sin zapatos, o lanzándose nueces recién caídas con sus primos, juego que terminaba casi siempre cuando el menor de ellos recibía un impacto.
Haciendo sus primeras declaraciones de amor, más tarde, dando sus primeros besos, más temprano. Bañándose desnudo en el río, corriendo de la misma forma por los prados. Ya había hecho todas esas cosas, podía contárselas a la niña con lujo de detalle, pero no sería suficiente para ella. Su energía estaba un poco reprimida, no es que no quisiera salir, no podía dado su estado de salud.
La niña, por el contrario, desbordaba una energía exuberante y que a ratos parecía descontrolada.  Obviamente, para los niños es un estupendo panorama pasar los ratos libres fuera de casa, conociendo el mundo. Y ella justamente eso quería, nadie le había dejado disfrutar y sentirse feliz, que es lo que todos quieren. ¿Quién no? Pensaba el abuelo. Y seguía recordando. La niña se empezaba a impacientar al no obtener respuesta del sujeto. Ella le quería mucho, pero como pasa cuando las distancias de edad y de idea son amplias no lograba entenderlo.

-Tata, ¿es qué acaso no te gusta el aire libre?

- No, cariño, sabes que vamos seguido a jugar afuera. Es solo que hoy no tengo ganas.

- Eso no puede ser.

El abuelo la miraba, ¡como estaba de grande la chiquilla! La conocía desde siempre, de que la llevaron un día a su casa siendo un bebé. La recordó llorando mientras él la tomaba en brazos, se le vino a la cabeza una imagen de ella tirándole los bigotes.  También de cuando aprendió a caminar y de cómo él la ayudó en el proceso, seguía viéndola así, dependiente y desvalida. Pero nuestro vetusto amigo pasó por alto un detalle no menor, lo niños crecen. Unos rápido, otros no tanto. Y la pequeña ya no era tan pequeña, por el contrario, era una chica privilegiada en madurez y habilidades con respecto a la gente de su edad.
Pensaba en alguna solución al ver a la niña hacer berrinches, berrear y llorar. Sabía que la muchachita quería salir, pero a él su cuerpo no se lo permitía. Y como hombre obediente que siempre fue no podía mostrar descompostura, según los padres de la niña.
“Recuerda que a tu edad el ejercicio excesivo no es bueno”, “Abríguese y acuéstese temprano”, “Yo le ayudo, usted no puede solo”, “¿Y todavía puede cocinar”, “Cuidado con el escalón” y tantas otras frases que estaba aburrido de escuchar (él ignoraba que aún así moldeaban su manera de ver la vida), se le vinieron a la cabeza.
La niña golpeaba con fuerza la puerta, y aunque habían objetos que le hubiesen permitido alcanzar la cerradura no los usaba por no desautorizar a su abuelo.

- Salgamos, abuelo, ¡por favor!

Sentía que la niña necesitaba salir y el también, pero…“Se puede resfriar, cuídese”…algo se lo impedía en cuanto intentaba sacar energías para acompañarla.
Aunque tenía la noción de que la niña no debía salir sola,…“Cuídemela mucho, no la deje solita”…pensó al mismo tiempo en que estaba lo suficientemente grande como para buscar amigos, jugar, correr, saltar, mancharse y reír.
- Tus papás no te dejan salir a jugar sola, ¿verdad?
La niña asintió. Y era cierto, sus padres habían estado sobre ella diciéndole quienes podían ser sus amigos, llevándola al colegio, eligiéndole la ropa, imponiéndole respuestas ajenas a preguntas de eventuales extraños que pudiesen abordarla.
El abuelo giró la chapa de la cerradura, e inmediatamente le dolieron los brazos y algunas articulaciones, pero era eso o que la puerta permaneciera cerrada. La niña salió corriendo con entusiasmo. Mientras veía la figura rauda recorrer el enorme parque pensaba en las ganas que tenía de poder correr de nuevo como ella… “No se apure tanto, le va a subir la presión”. Se le llenó el pecho al divisarla, cada vez más lejos, conversando con otros niños, viviendo lo que le habían impedido vivir. Sabía que podía caerse y lastimarse, pelear con otro infante allí presente, llegar de vuelta con la ropa rota o descosida y que eso le traería consecuencias…”Si se porta mal la castiga no más”… con su hijo y su nuera, pero no le importaban los regaños.
La niña estaba muy feliz, y aunque no pudo jugar con su abuelo, en el fondo de su corazón le agradecía el haberla dejado salir con un saludo distante, pero cargado de cariño.
Él la seguiría observando un rato, pero tendría que entrarse luego producto del frío…”No le vaya a dar un aire, oiga”… que sentía. Le lanzó un beso con la mano y la niña le devolvió una sonrisa. Con su acervo de años tenía claro que cada vez era menos probable que jugaran juntos, pero seguiría siendo siempre su nieta favorita. Tenía la certeza de que cuando la pequeña se transformara en mujer sería con la única con quien leería sus libros y tomaría jugo, de ese exquisito que solo él sabía hacer.

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