El Maestro me eligió, de entre muchos dedicados estudiantes, para
continuar la escuela que estuvo a punto de extinguirse hace algún tiempo. El
entrenamiento fue arduo, sobretodo para mí que nunca había visto una katana.
Los primeros días fueron extenuantes, exigentes y demandantes. Recuerdo
que mis ojos se abrieron a las artes cuando era parte de una intensa prueba.
Debíamos cavar un agujero cilíndrico de seis metros de diámetro y
quince de profundidad. No todos lo logramos.
Luego de eso debíamos cortar un árbol de quince (o más) metros altura,
preparar el tronco y de el sacar una vara de no más de diez centímetros de
radio, posicionándola en el perfecto centro del agujero confeccionado con
anterioridad. No todos lo logramos.
A continuación introducirse en el agujero y subir a través de la vara
para llegar a su punta. No todos lo logramos.
Por último se debía permanecer, en perfecto equilibrio, parado sobre la
vara de madera de sol a sol. No todos lo logramos.
Ya puesto el sol, con músculos agarrotados y la mente entre el bien y
el mal, había que saltar desde la punta de la vara hacia fuera sin caer en el
agujero cavado. No todos lo logramos.
Finalmente, recitar un haiku que demostrara sabiduría, plenitud, paz y
auto-conocimiento. No todos lo logramos.
Habiendo hecho eso recibir un katana confeccionada de acuerdo a tus
virtudes y defectos, además de realizada a medida, por el más célebre
constructor de estas piezas de arte. Solo Marta y yo lo logramos.
Antes de que empezaran las pruebas sabía que ella lo haría, en el fondo
de mi corazón quería que nuestros destinos se cruzaran luego de las pruebas.
El Maestro no eligió, de entre muchos dedicados estudiantes, para
continuar la escuela que estuvo a punto de extinguirse hace algún tiempo.
Nos felicitó a ambos destacando nuestras habilidades y actitud hacia
las artes.
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