A eso de las 3 de la madrugada, que era cuando terminaban sus sesiones
de grabación, le dije que quería hacer algunos arreglos para su canción. Tenía
ya esa mirada lejana como de agujeros
negros en los ojos, pensó un poco y me dio su opinión: “Debe sonar tal como una
vieja banda de bronces del ejército, de esas de hombres retirados. Desafinada y
dudosa”.
Mordió con furia su sandwich, lo dejó sobre una de las banquetas del
parque y con mucha prisa se ató los cordones de sus zapatos. Sin más se fue
corriendo, sin despedirse de nadie ni haciendo caso a los llamados de sus colegas
para irlo a dejar a casa en auto.
Al otro día la sesión de grabación empezó tarde. Los muchachos le
esperaron más de media hora y no había pista de él. Contraté una pequeña
orquesta de vientos, la gente se impacientaba y no sabíamos que carajo podía
haberle pasado, no contestaba las llamadas y no estaba en casa.
Cuando acariciamos la idea de cancelar, súbitamente apareció. Algunas
voces le reñían, otras tantas le preguntaban las causas de su tardanza.
Nadie se dio tiempo de saludarlo y el enojo era evidente, entre airados
gritos salió corriendo fuera del estudio.
Quedamos anonadados, de una pieza, sin saber como reaccionar.
A los diez minutos volvió, traía en una mano el mismo sandwich que
tiró el día anterior y en la otra su telecaster negra. Sin mediar palabra se enchufó
al amplificador, tragó el último bocado y se puso a cantar. El resto le siguió.
Fue la última sesión de grabación que hizo con el grupo, antes de su
retiro voluntario. Registramos una veintena de canciones en poco menos de tres horas,
nunca habíamos sido así de efectivos.
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