La luz estaba encendida cuando los primeros testigos
arribaron al lugar.
Miré la caja fuerte. Estaba abierta de par en par y le
colgaban tres o cuatro collares de perlas que, seguramente, el bandido había ignorado
en su apuro por abandonar la escena del crimen.
La habitación apestaba a ansiedad.
Manchas por doquier, un pañuelo de seda bordado, huellas de
calzado, una linterna, la factura de un suculento almuerzo.
Un trabajo sin premeditación y motivado, claro estaba, solamente
por la oportunidad. Atrapar a un gañán que no sabe planificar sería fácil.
El anhelado ascenso estaba en mi bolsillo.
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