Se llama Daniel. Daniel como su abuelo paterno y su padre.
Daniel, tal cual como figura en su acta de nacimiento. Daniel, como aparece en
su cédula de identidad escrito en mayúsculas. Daniel, Daniel, Daniel.
En ningún caso y bajo ninguna circunstancia Dani. Detestaba
que le llamaran así. Dani. Hasta odioso sonaba.
Dani, le decían, y al momento venían a su mente el olor a
naftalina, las manos arrugadas y ásperas que le rasgaban los pómulos, el tener
que interrumpir sus juegos y comidas por la obligación de atender a alguien que
no le importaba en lo absoluto, tener que buscarse “algo que hacer” porque las
señoras iban a hablar “cosas de grandes”.
Dani, esto. Dani, aquello. Dani, bla-bla.
Dani, y luego alguna frase que sabía terminaría siendo falsa
o lapidaria.
Dani, te voy a amar para siempre. Dani, puedes contar
conmigo, perro. Dani, tu sueldo está asegurado hasta el fin del proyecto. Dani,
no quise generar falsas expectativas. Dani, mi mujer se enoja si salgo mucho
contigo. Dani, vamos a tener que prescindir de tus servicios por falta de
presupuesto.
Le vida era más agradable siendo Daniel.
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