Todo alrededor
era blanco. Absolutamente todo. Esa masa invasiva y exasperante a la que antes
llamábamos nieve, lo cubría todo. No permitía en esos momentos imaginar la
silueta de un árbol, alguna roca, un río, nada que la naturaleza hubiera creado
podía ser percibido por nuestros cansados ojos, salvo la nieve.
Hicimos un
agujero para tratar de encontrar tierra debajo de nosotros, como medida
desesperada de escapar de la inestabilidad, de la humedad, de esa sensación de
encierro que nos proveía esa congelada materia, el vital elemento transformado
en un mortal mausoleo.
Con las pocas
fuerzas que nos quedaban fuimos poco a poco acercándonos a la tierra y allí
formamos una especie de nido. Nuestros suministros se habían acabado, solo
teníamos una poco de agua potable que se encontraba, como no, a temperatura gélida.
Pero a medida
que cavamos nuestros dedos se estrellaron con algo duro y de sonido metálico.
Como bendición del cielo habían permanecido allí varias latas de conservas que
alguna expedición habría olvidado un par de años atrás.
En esas
circunstancias exclamó algo que solo a ella podría habérsele pasado por la
mente:
- - ¡Muchas gracias Nicolás Appert! -
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