
Pero finalmente pasó. El apocalipsis zombie llegó y vino para quedarse.
Se esparcen por las calles y llegan a todo punto posible. Son en
extremo ágiles y rápidos, tienen capacidad de organizarse y agruparse para
conseguir alguna meta. Distan mucho de cómo les pensábamos, la mayoría a simple
vista parece normal: común y corriente. Si los observas a la rápida pensarías
que hasta vivos están, pero no es así.
A diferencia de lo que sucede en las mega producciones cinematográficas
nadie notó el estallido, pocos corrieron a esconderse y en realidad hasta
podemos convivir con los muertos vivientes. La forma de contagio es menos
agresiva, la mordida es sutil y no deja marcas de ningún tipo ni compromete en
modo alguno las funciones vitales de un cuerpo. No hemos caído en ningún tipo
de guerra civil, no hay que huir ni estar en permanente vigilia.
Los alimentos están al alcance de la mano y no se debe lidiar con los
horrores que habíamos alcanzado a imaginar, a veces es posible disfrutar de
aire fresco; el olor a podredumbre es disimulado por aromas de otro tipo.
Sin embargo, están allí. En nuestras familias, en nuestro vecindario,
en los lugares en que estudiamos. Es decir, en lugares conocidos y en lugares
por conocer.
Su ataque no es una mera cosa de saciar el hambre para continuar con su
vida sin sentido, no quieren nuestros cerebros; es más, los desprecian. La
pelea a fuerza bruta no es ni siquiera necesaria pues tienen otros medios más
refinados para hacerse notar y poner en nuestro conocimiento su voraz ambición
de destrucción.
Desafortunadamente no son conscientes de sus actos, por lo que tampoco
sería correcto de nuestra parte condenarlos por ellos. Algunos de los zombies
en ocasiones aportan bastante a la sociedad y contribuyen como todo ciudadano
respetable. No es algo que, en efecto, dure demasiado. La infección es
irreversible y de un nivel de contaminación atroz y tan elevado que la medicina
tradicional no da aún con una cura de efectividad total, pero se rumorea que se
trabaja a toda máquina para obtenerla.
El contagio es rápido, demasiado diría yo en comparación con otros
tipos de enfermedad viral. Basta compartir un par de conversaciones con ellos,
toparse con uno de estos sujetos en algún lugar público y queda en evidencia
de inmediato como quienes les circundan pierden lo que les hace humanos.
Ocupan puestos de alta jerarquía en muchas empresas, hacen clases, deciden
el destino del país, toman las riendas de la humanidad y poseen capitales que
invierten para continuar con su ola de contagio.
Si intentas salir de sus círculos o buscar estrategias para no caer en
su pálido mundo te persiguen de cualquier forma. Se solapan bastante bien en la
sombra de lo que antes era la ética y la moral.
Yo, que tengo la habilidad para saber quienes podrían ser parte de esa
fauna tomé la opción de no mezclarme con ellos. No obstante, es difícil
evitarles. Pueden aparecer en cualquier parte, es más, a veces a más de alguno
le he tomado cierta estima. Y ahí está el peligro, no se les puede acabar con
inutilizar su cerebro; otros zombies alegarán que es un atentado a los derechos
humanos o acusarán discriminación y habría problemas legales. En ocasiones
escriben correos o toman el teléfono y te amenazan. Los gruñidos han quedado en
el pasado, ahora saben armar discursos intimidatorios y acosarte. Por las
noches es mejor no salir, pero si es de día puedes fingir ser uno de ellos y te
dejarán en paz.
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