El grupo se nutría de transeúntes, de curiosos, de rubios
europeos que no entendían bien que sucedía y también de morenos embajadores
exiliados de ese pequeño país donde los sueños se habían acabado a punta de
metralla.
Les esperaban en la entrada del teatro con carteles, gritos
y sonoras cacerolas. Muy organizados, para nada violentos; sí, muy expresivos.
Hasta que llegaron ellos con sus chamantos de colores flúor
y su estampa de patrones de fundo. Desafiando a la multitud, saludando como lo
hacen los uniformados, con la sonrisa propia del mediocre hipócrita.
Los gritos se hicieron más intensos, el abucheo continuo ameritaba
subir el volumen de las consignas.
Uno se envalentonó.
Se sacó el sombrero de paño de ala ancha y gritó iracundo:
-Nosotros no hemos hecho nada, ¡Nuestras manos no tienen sangre!
Era cierto.
Solo habían sido la banda sonora en la mayoría de los
asesinatos ocurridos en esa lejana patria.
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