Almorzar no tenía sentido alguno, de todas formas la Güeli me iba a dar
de comer. Hartos nudos en la soga siempre había: una entrada, un caldito, un
plato de fondo, una fruta, postre (para ella eran cosas distintas) y como no,
un pan. Y si uno llegase a quedar, casi por milagro, con hambre; siempre
existía la opción de repetir.
Partí a su casa y la encontré sola. Nunca fue de un dialogar muy fluido,
ni tampoco interesante.
Sus conclusiones de cómo le estaba yendo a uno o como ayudarle se
desprendían del lenguaje no corporal. Y la mayor parte de las veces hacía las
mismas preguntas y en el mismo orden; si habían temas delicados a conversar lo
derivaba a uno con mi Tata.
Me preguntó: - ¿Cómo va el colegio?
Por cortesía respondí: - De lo más bien, Güeli. Pasé todas las
materias.
- Lo felicito, acá tiene un regalo que le va a servir.-
Sus obsequios eran única y exclusivamente cosas que considerara útiles.
Y así, teniendo yo unos 22 o 23 años y habiendo concluido con honores
mi práctica profesional, me entregó una docena de cuadernos (algunos para
colorear) de Pokemón.
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