Dicen por ahí, o en realidad quieren imponer esta idea, que al primer
profesor jamás se le olvida. Eso por el cariño entrañable que nos despierta.
Recuerdo que llegué a ese colegio, con nombre de santo, muy
entusiasmado por aprender y compartir con otros niños. Me he preguntado hasta
el día de hoy si no habrá sido una mera monería, si no era solo el instinto de
imitar a mi hermano mayor que también cursaba en dicha escuela.
Sabiendo leer y escribir era poco lo que los primeros años me
aportaron, encontraba al resto de los niños lentos, aburridores y no entendía
sus balbuceos.
Detestaba sus mal terminados dibujos, su incesante acecho a mi
alrededor, su escasa imaginación, su esclavitud mental, su mera presencia.
Aún así, todo fue llevadero hasta que se cruzó en mi camino Laurentino
Hermosilla. Con su guardapolvo blanco, con su sonrisa fingida, con su ridículo
corte de pelo engominado y sus lápices de pasta bic siempre a la mano (en orden
azul, negro y rojo).
Odié y sigo odiando su mentado “Sr. Huentemil”, sus aires de grandeza,
esas frasecitas putrefactas que siempre empezaban :”El Sr. Huentemil sería un
alumno ejemplar si no fuera por…” Nunca perdonaré que creyera tener la razón y
quisiera tener la última palabra siempre; encondiéndose en el argumento de “El
profesor soy yo”.
Que me bajara las notas para motivar mi instinto de superación, aún
usando como guía de revisión mis pruebas me parecía una injusticia terrible.
Creo que mi irreverencia con la autoridad se la debo al execrable
Laurentino.
Es cierto que al primer profesor no se le olvida, pero no por el cariño
entrañable que nos despierta. A veces es, justamente, por lo contrario.
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