Cuando jugábamos Ping-Pong (sí, porque el tenis de mesa es serio) con
mi prima, luego de algunos puntos le empezaba a temblar la mano. Un remezón
terrible recorría su brazo izquierdo y transformaba sus dedos en tentáculos caóticos
de distinta tonalidad roja.
Sin importar el resultado previo los partidos concluían al empezar yo a
decirle que podría, a futuro, trabajar en algún circo; como la mujer del
tiritón, la niña juguera o la batidora humana.
Para mí era chistoso, para ella un destino terrible que no quería
aceptar. Para mis otros primos un espectáculo interesante de ver, pues casi
siempre terminaba en una acalorada pelea entre ambos (donde nuestros cuerpos
jugaban el rol de pelotas en un paleteo incesante). Para mi madre era una
crueldad terrible de mi parte y muchas, muchísimas veces me castigaban sin ver
esa azul y reluciente mesa deportiva y profesional, por semanas.
Aún así, cada cierto tiempo volvía a pasar y le predecía el mismo
destino: “Te va a llevar el circo” y el resultado era el mismo llanto con moco
tendido y paletazos generalizados.
Hoy, más de veinte años después, voy a verla a de nuevo.
Cambió la paleta de Ping-Pong por el trapecio y será la protagonista de
varias funciones de un circo de renombre que se encuentra, por ahora, en la
capital.
El circo se la llevó, yo lo sabía.
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