Entré al 415 con cautela, sintiendo el puño de la katana en la palma de
la mano y acariciándola con los dedos. Nada peor que enfrentar a un cobarde que
se alimenta de sombras en plena noche y en un sitio solamente conocido para él.
Esperé su movimiento y esperé su movimiento. Repentinamente, al cerrar los
ojos, pude ver con enorme claridad. Estaba dentro golpeando a los niños, que no
huían sabiendo que podían hacerlo.
Desde esa posición era fácil acabar con él, pero ¿y si los niños tenían
el mismo poder que yo y veían la destrucción de este inmundo ser? Sería
traumático e irreversible.
Sintieron mi presencia y huyeron a esconderse bajo la cama de otro de
los cuartos, notando el cambio de comportamiento de los infantes la bestia huyó
a la cocina, donde no le pude alcanzar pues se metió en los tubos del gas.
Adán, Abdón, André, Agustín; algo así era el nombre del niño (me sonó
extranjero) se me acercó y me dijo: “A veces uno jugando sale herido, pero no
lo sabe hasta que lo hieren”.
La niña me tomó de la mano y me dio comer galletas recién horneadas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario