Primero había comenzado como un
experimento.
Cuando se aventuraba a alguna ciudad
distante de su natal Barokovia enviaba alguna postal, solo con el objetivo de
comprobar que el correo funcionara óptimamente. ¿Destinatario? Él mismo.
En su país, había comprobado, la
correspondencia llegaba a tiempo, en grandes condiciones de integridad y con un
precio accesible. Eso, al menos, cuando era joven.
Hoy, en una patria ajena que no
le había sido cordial, no podía comprobar en lo absoluto si las cartas redactadas
a Elisa, a su colega Schützel, a su octogenaria madre y a los pocos amigos
vivos que el Gobierno de Facto le había dejado; habían llegado a manos de sus
anhelantes receptores.
El experimento ya no era tal, era
una cosa de vida o muerte.
Escribir comenzaba a perder
sentido y, al llevar al lápiz sobre el pentagrama, sus ganas de escuchar el
sonsonete del delgado plumín de oro dibujando plicas no le despertaba la misma
pasión.
Simplemente, no quería escribir.
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