Mi primera novia, Yenia, era un ser caritativo con un alma hermosa e
infinita. La recuerdo, cada vez que la recuerdo, con mucho cariño. Además de
tener la piel más blanca que he visto en mi vida, de tener unos ojos
impactantes que te desnudaban en lo más profundo, su voz me convencía de hacer
todo lo que me pidiera.
Cuando la conocí andaba casi siempre acompañada de la Cocó, todo lo
contrario a ella. Una mujer promedio por donde se le mirase, el promedio del
promedio. No muy agraciada ni en su personalidad, ni en su físico. La típica
amiga que todos tienen y la que nadie sabe referirse. Como norma universal es
la amiga “simpática”.
Con Yenia lo pasábamos muy bien, creí que era mi alma gemela y a veces
hasta el día de hoy lo pienso. Salvo cuando la Cocó hacía mal tercio, con su
mutismo absoluto y sus respuestas escuetas que no daban pie a conversación
ninguna. Con sus gestos de descontento y sus malos hábitos alimenticios y de
higiene.
En una fiesta Yenia me pidió algo que me pareció extraño, pero a lo que
finalmente accedí: “Tienes que sacar a bailar a la Cocó, pobrecita, mírala tan
sola y sin atreverse a hablar con nadie”.
Dejé a Yenia, no sin antes preguntarle si estaba segura de la idea. Me
encandiló con su sonrisa de diosa griega y movió la cabeza con agitación, mostrando
su total venia. Le di un beso y marché en busca de cumplir con la misión encomendada.
Me acerqué a la Cocó, que me miraba con descontento detrás de sus
gruesas gafas y con sus ademanes de mujer de familia constituida, salvo ella,
solo por hombres.
Sonreí y le extendí mi mano: “Quieres bailar?”
“No, eres muy feo para mí”. – Sentenció.
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