Di Sarrey escribía y escribía, con la disciplina y la meditación que le
caracterizaban. Su templado espíritu sabía muy bien que solo el trabajo y la
dedicación total le permitirían sentirse pleno en la escritura. De todos los
escritores que albergaba la gran casona que compartían colectivamente era, por
lejos, el más ordenado en su espacio de trabajo y en los turnos que se tomaba
para escribir.
Sabido era por el resto que cuando se ponía a sacarle sonidos a la
máquina de escribir no había método eficaz de detenerlo. Imposible contar con
él para las labores de cocina o de aseo de la casona. Impensable pedirle que
fuera al pueblo a comprar. Eran, por unánime, pérdidas de tiempo más que otra
cosa. Así lo entendían quienes le rodeaban.
Funcionaba su mente de una forma muy ajena al proceder que sus colegas
tenían. Clasificaba, ordenaba, analizaba y hacía empalmes en los temas que al
resto de sus compañeros de oficio les resultaban imposibles. Sabía
perfectamente que palabra había puesto en cada línea de sus obras, ni hablar de
que las refiriése de memoria, era un experto en tales materias. Podía narrar
completa y sin equivocación una eterna historia de Carlomagno que había
escrito en romancero.
Esto tenía costos, como todo en la vida; que le distanciaban de la
realidad. Se sumergía en sus escritos, en su máquina de escribir y su mundo.
Jamás soltó alguna palabra sobre la obra de otro poeta, pues salvo quienes
vivían bajo el mismo techo que él, no conocía a ninguno. Mucho menos los leía o
le interesaba hacer algo que no fuese crear por sí mismo.
Su carácter era muy fácil de llevar. Dócil en grado sumo, nunca llevó la contra a quien pensara distinto a él, nunca se le vio enojado o agresivo contra
nada ni nadie.
No era apático, no le faltaba empatía. Pero sin darse cuenta se
distanciaba gradualmente. Así era Juan.
Solo escribía y escribía y escribía y escribía…
Solo cumplía con su lema: “Ante todo disciplina”.
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