
Lo que oí, aquélla noche, fue solamente un triste susurro de su parte.
No logré descifrar el mensaje en su totalidad y tampoco tenía ganas de hacerlo
a esa altura del partido. No valía la pena calentarse la cabeza por algo que
resultaba en modo alguno mutable, las decisiones ya estaban tomadas; los
senderos ya habían sido reconstruidos.
Miraba su boquita en la tenue luz que irradiaba el que era mi
escritorio, no lograba oir nada de lo que decía. Por sobre mi vista pasaban
miles de imágenes que resumían quince años de historia e histeria juntos, vi un
epílogo de gran parte de mi vida deslizarse frente a mí en instantes futiles
que no volverían. De lo que me estaba diciendo pocas palabras quedaron:
“felicidad”, “soledad”, “cariñoso”. Solo unas pocas, que además no tenían buena
relación entre ellas y decidieron marcharse por su cuenta.
Súbitamente vi la maleta en mis manos, ella sin mirarme acarició mi
mano al pasármela. Aún algo había, pero no sabíamos qué. No era amor, no era
pasión; nada de eso, algo más calmo estable y apacible pero por las mismas
razones algo soso y sin aliño.
Ganas de irme no habían, ganas de quedarme tampoco. No obstante, lo
mejor era que tomase distancia. La fría manija del bulto me hizo entrar en
conciencia, y recuperé mi fortaleza. Un beso amable y el mundo antiguo quedó
atrás para siempre.
Fuerte...Fuerte...Fuerte. Elisa.
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