Temblaba y sollozoba.
Él tomó su mano y entrelazó los dedos con la mano de ella,
más pequeña, grácil y elegante.
Los suspiros se transformaron en llanto.
Soñaba con su perrito fallecido.
Él atinó a abrazarla, enjugar sus lágrimas y
contenerla. Cuando sus lamentos cesaron, se sosegó, brotó una sonrisa en su carita de muñeca morena y sus miradas se quedaron
fijas, como si ambos estuvieran hipnotizados, sintió la perfecta conexión que
había buscado toda su vida.
Habría hecho lo que fuera por ella.
Cuidarla, protegerla, evitarle sufrimiento, eran misiones para él. Decidió, desde ese momento, no escatimar en quererla, darse por entero.